JUEVES DE COMUNIÓN


La noche viene muy de prisa. 

Cristo ha anticipado esto por mucho tiempo ya (Lucas 22:15). 

 

Habiendo anunciado su sufrimiento, muerte y resurrección, hasta en tres ocasiones distintas (Marcos 8:31ss; 9:30ss; 10:32), todo estaba a punto de suceder: la traición, la entrega, el arresto, el juicio, la negación de uno de sus amigos más cercanos, los azotes, las burlas, la cruz… Sabe que uno de sus amigos lo traicionará; otro de ellos le negará; que casi todos lo abandonarán en este momento crucial.

 

Esa noche estaba cargada de emociones encontradas. Jesús se prepara para cenar con sus discípulos. Era la tradición, conmemorando la liberación israelita de la esclavitud en Egipto 1500 años atrás.

 

Pero también va a hacer algo nuevo. Va a instituir la Comunión, la Cena del Señor, con el pan y la copa con jugo de la vid; Pan y vino, dos elementos esenciales en la vida judía; Dos elementos que representaban vida y prosperidad, pero que con Cristo cobran un nuevo significado: el pan viene a representar su cuerpo; y el jugo del fruto de la vid (uvas) que vino a representar su sangre, y por lo tanto, salvación. Jesús es el pan de vida (Juan 6:25ss) y es la Vid, y sin Él nada podemos hacer (Juan 15:1ss).

 

 El pan fue roto y comido por los discípulos. El pan simboliza el cuerpo de Cristo que fue partido, fue roto y maltratado por nosotros, y para nosotros. El jugo del fruto de la vid, de igual manera, fue bebido por los discípulos. Simbolizaba la sangre de Cristo que iba a ser derramada por nosotros y para nosotros.

 

Insisto en esto: por nosotros y para nosotros, porque Cristo ocupó nuestro lugar en la paga por el pecado (Romanos 6:23). Fuimos la raza humana quienes pecamos, pero Cristo, para eso tomó forma humana, para pagar por algo que nosotros no podíamos pagar. Murió por nosotros. Y para nosotros, porque los beneficios de su sacrificio fueron para todos aquellos que, creyendo, reciben vida en su Nombre (Romanos 5:1). Por el sacrificio de Cristo, somos perdonados, justificados, redimidos, adoptados, regenerados, santificados y por su muerte y resurrección tenemos la esperanza de una vida eterna.

 

Así, pues, cada vez que participamos de la comunión, de la Santa Cena (Eucaristía se le vino a llamar al correr de los años, por el apóstol Pablo):

 

1.         Conmemoramos, agradecidos, el sacrificio de Cristo.

2.         Anunciamos su muerte por los pecados de la humanidad.

3.         Vivimos en la esperanza de su segunda venida. Él prometió que no bebería más de este fruto de la vid, hasta que lo beba nuevo con nosotros en el reino de su Padre (Mt. 26:29; Lc. 22:18); hasta el día que digamos “Bendito el que viene en el Nombre del Señor” Mateo 23:39 (ver contexto posterior).

 

 

Participa de la Comunión estando bajo la gracia de nuestro Dios. Fuera de Él nada de esto tendría sentido. 

 

Cuando sientas el pan (o la galleta) ser triturado entre tus dientes, recuerda que así fue maltratado el cuerpo de Cristo, por ti y para ti. 

 

Cuando bebas del jugo de la vid, y lo sientas ser derramado en tu boca, agradece que la sangre de nuestro Señor fue derramada por ti y para ti. 

 

Agradece a Dios por ello, y agradécele la esperanza de la vida eterna, pues un día beberemos un vino nuevo en el reino de Dios, en las bodas del Cordero (Apocalispsis 19:9).

 

¡Busca a Dios! ¡Acércate a Dios! ¡Honra a Dios! Aún hay tiempo.

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